«La estación de autobuses de Granada es pequeña para el tráfico de personas que tiene. O eso opina Júlia. Las colas en el andén se alargan por la excesiva puntualidad de la gente, que acaba mezclada entre sí. Los que van para Lanjarón, con los de Sevilla. Los de Murcia, con los de Albacete. Júlia vigila las cuatro mochilas porque, aunque son las seis de la mañana, hay mucho ladrón suelto y sus compañeras son, sencillamente, anormales. Dispersas por la estación, cada una se focaliza en una tarea. Coral ojea el expositor de una tienda de regalos y compra un anillo verde de resina con cristales azules. Mery se para en el puesto de libros a tres y cuatro euros y finge mostrar interés, como si de verdad fuera a adquirir alguno, como si no pensara que esas ediciones son una basura. Se contenta al estar rodeada de libros, no por la posibilidad de leerlos, sino por la apreciación del resto de sus sentidos: tocarlos, olerlos. Es más bien una cuestión de energías. Pero a Júlia eso le da lo mismo. Es casi la hora de subir al autobús; el conductor ya pide el billete. Dispuesta a llamar a Coral, a regañarle por su despiste y su informalidad, la ve bajando las escaleras mecánicas junto con Mery.
—¿Dónde está Amaia? —pregunta enfadada. Coral se encoge de hombros—. Pues la dejamos aquí. O qué coño, no vamos. Si toda esta tontería de viaje es por ella. Tiene cojones la niña…
Respira y coloca el brazo derecho en jarra. Voltea sobre sí, buscando a Amaia. Esta aparece con una bandejita de cartón en la que reposan cuatro cafés.
—¿No llevas reloj o qué? He estado a nada de volver al piso—la regaña.
—El tuyo no lleva lactosa —le dice Amaia a Mery cuando le entrega su café, y añade con retintín—: Aunque a lo mejor en el de Júlia he escupido un poco.
La aludida lo aparta de inmediato, asqueada.
—¡Que estoy de broma! —exclama Amaia—. Y cambia la cara. Vas a vivir algo histórico.
—Yo os espero en alguna cafetería —refunfuña Júlia.
—¿Tú tienes ganas? —le pregunta Amaia a Mery.
Ella asiente y da un sorbo al café. Se aferra a él mientras avanzan en la fila y Amaia enuncia sus proclamas, todas esas frases y lemas que deben gritar en la manifestación. Las chicas suben los escalones del autobús. Un cartel de papel tamaño A4 expuesto en la luna delantera anuncia el destino: Madrid.
En Atocha, los manifestantes se agolpan porque la hora apremia. Si miráramos desde el cielo totalmente despejado, veríamos cómo las cuatro amigas van cogidas del brazo para no perderse, cómo Coral ha convencido a Júlia para que las acompañe, las enormes pancartas que despuntan entre las cabezas, la ilusión desbordante y el enfado generalizado. La multitud grita: «¡Derecho a techo!». Amaia les recuerda que hay que tener cuidado con dónde se meten en la manifestación.
—No nos pueden ver junto a los traidores de Más Madrid—dice—, pero tampoco con los cuatro matados de Podemos.
Coral no entiende el porqué de tanta clasificación. Al fin y al cabo, todos están ahí por un mismo objetivo: bajar los alquileres.
Amaia, con todo el tacto que le es posible mostrar en un momento en el que se siente como si protagonizara el Mayo del 68, decide hacer pedagogía metiendo el dedo en la herida y le menciona a Rosalía. ¿A que no es lo mismo que Remedios Amaya? Su compañera la mira fijamente, y al final acepta salirse del gentío y caminar unos metros más adelante, junto al Sindicato de Inquilinas.
Mery lleva un buen rato callada. Por su ya conocida capacidad sinestésica, sabemos que se dedica a observar a su alrededor y admirar las muecas pasionales de los demás. Se trata de jóvenes, en su mayoría, pero también hay presencia de la mediana edad. Corean reivindicaciones que ella comprende bien, pero que no se atreve a hacer suyas de forma pública. Gritar le agobia. Avanzan a paso muy sosegado. Amaia cae en la cuenta de que no ha sacado su cartulina en la que se lee: ser casero no es una profesión. La levanta y deja al descubierto los pelos en las axilas. Júlia se tapa, avergonzada.
—Deberías recortarte eso —se queja—, no ya por estética, sino por higiene. Podrías hacerte trenzas.
Amaia ignora su comentario.
—¡Madrid-será-la tumba-del rentismo! —le chilla en la oreja.
Breve, pero dolorosa, la idea de toparse con Iván florece en su mente. En otras circunstancias, habría acudido con él y no con tres pipiolas cuyo criterio equivale al de uno de esos seres, pretendidos conciliadores, autodenominado «apolítico». No se encontrará con él porque, amiga, cuando una persona deja de ser para ti, el destino dejará de ponerla en tu camino. Eso le ha repetido Coral, aunque quizá no deje de ser más que una de tantas frases en su refranero. De momento, no ha interiorizado esta teoría. Por eso ha decidido canalizar su ira en otras causas más loables, para que, si Iván regresa a su vida algún día, la encuentre mejor que nunca, la asocie a La Pasionaria o a La Libertad guiando al pueblo y no pueda resistirse: que no la deje nunca más. En este proceso, también le ha surgido un odio hacia los hombres en su conjunto. Su psicóloga le ha advertido de que es grave y que tal emoción procede de una idea irracional, sin un verdadero cimiento que la sostenga. Le dijo que este rechazo es el equivalente al odio que profesa el Ku Klux Klan contra las personas negras. Ella respondió que en absoluto, puesto que ella sí tiene motivos.
Mery lleva unas horas preparándose para iniciar una conversación incómoda con sus compañeras, pero no sabe cómo afrontarlo. Entre el calor y los nervios, palidece de pronto y se apoya en Júlia para no caer.
—¿Estás bien? —pregunta Coral—. Aquí hace demasiao calor. Toma. —Le ofrece su botella de agua.
—Chicas, veréis —dice Mery tras beber un largo trago y recuperar el aliento—. Me gustaría hablar del tema piso. —Las demás la miran, inquisitivas—. Y este me parece el sitio propicio para hacerlo... Básicamente, quiero aclarar las cosas. No veo justo pagar lo mismo que vosotras por una habitación minúscula. No veo justo no tener contrato porque implica no tener ni seguridad ni estabilidad mental. ¿Por qué?, os preguntaréis. Porque no tengo acceso a un médico en la sanidad pública andaluza, ya que técnicamente sigo viviendo en Castilla y León. Tenéis un arsenal de medicamentos, sí, pero no creáis que eso me tranquiliza. A nivel moral, en especial tú, Coral, que eres mi amiga, estáis bastante cerca del casero del que tanto os quejáis, pero no voy a entrar en eso porque es posible que yo hubiera hecho lo mismo. Ni siquiera os estoy diciendo que deba pagar menos, solo que... merezco cierto trato de favor, sobre todo ahora que voy a empezar a trabajar y estaré menos en el piso.
—¿Has conseguido trabajo? —pregunta Coral.
—Aún no —dice ella—, pero seguro que no tardo mucho.
—Técnicamente, has elegido venirte a nuestro piso bajo estas condiciones —dice Amaia, aunque por su tono de voz está claro que sabe que Mery lleva razón.
La multitud grita: «¡Es un derecho, no un privilegio!».
—¿Y qué propones? —pregunta Júlia, a quien cada vez le cae mejor la nueva. Tiene más arrestos de los que la creía capaz.
—No quiero limpiar ningún día —declara ella de manera atropellada—. Tampoco pagar suministros.
Las otras tres se miran y asienten, vacilantes. Mejor eso que pagar menos, suponen. A su alrededor, la multitud grita: «¡Madrid será la tumba del rentismo!».
Ya en Callao, las chicas se notan sin fuerzas. Tienen hambre y están agotadas tras tantas horas. —¿Vamos a un McDonald’s? —pregunta Coral.
—Claro, nos manifestamos contra el sistema ¡y tú decides alimentarlo! —protesta Amaia.
—Lo decía por barato...
—Lo barato sale caro —la sigue reprendiendo su amiga.
—A ver, sacaré mi lista de restaurantes —sugiere Coral, conciliadora—. Tengo varios sitios que pueden estar bien. Uno está por Chueca y sirve platos tipo croquetas, bravas…
Júlia examina la lista. Ya que la tontería de este día le ha arruinado su domingo, al menos va a tratar de disfrutar de una buena comida. Mery le pide a su padre que le haga un bizum de veinte euros porque no cree tener suficiente en la cuenta. Esto lo sabemos nosotras, pero no las demás. Ya ha puesto suficientes límites por hoy, no soportaría ser, encima, objeto de lástima.
Coral las guía por las callejuelas, contoneando su falda parachute gris. Nadie diría que no viven allí: cada una a su manera, han conseguido mimetizarse con los estilos urbanos de la ciudad. También con el bar elegido, una recreación de una antigua farmacia con un par de grifos de cerveza artesanal, mesas de madera con superficie pegajosa y platos Duralex, no por el componente de apoyo a las cooperativas, sino por la exaltación reaccionaria de imagen añeja. Amaia se fija en que unas chicas en la mesa de al lado han acudido también a la manifestación por las pancartas que han dejado en el suelo. En un arranque de camaradería, levanta el puño y exclama:
—¡Fuerza, compañeras!
Júlia se pone roja como un tomate.
—No soporto hacer el ridículo —dice, tapándose—. Qué bochorno.
—¿Por qué has venido entonces? —se queja Amaia, harta—. ¡Siempre quejándote, siempre quejándote! Tía, la vida es una puta mierda, pero también tiene momentos felices. Y este es uno de ellos. Tú no nos valoras, pero ¿cuándo vas a participar de nuevo en una lucha colectiva con gente tan guay como nosotras? Lucha con la que no estás de acuerdo, pero de la que, oh, casualidad, te acabarás beneficiando y entonces te quedarás callada como una puta. Porque eso es lo que eres, una puta rata amargada. Dime, en serio, dime, ¿por qué has venido?
—Me sentía sola —confiesa Júlia entonces en voz baja.
La cara de Mery es un poema. La situación se ha vuelto violenta porque, seamos sinceras, todas opinan un poco lo que ha soltado Amaia, pero es de primero de educación que no somos máquinas de la verdad y que la sinceridad no puede usarse como arma arrojadiza. Coral aprieta la mano de Amaia para que le dé una tregua y no continúe con el rapapolvo.
—Genial, ahora parece que soy yo la mala —dice esta y se cruza de brazos.
—¿Parece? —pregunta Júlia, retórica, al borde del llanto.
Deseando alejarse de lo incómodo de la situación, Mery pasea la vista por el restaurante. Pero preferiría no haberlo hecho, porque al segundo siguiente no da crédito a lo que está viendo: Manu, su Manu, está entrando por la puerta con un ramo de tulipanes amarillos en una mano y en la otra, el móvil, grabando una posible reacción por su parte. Se acerca a la mesa de las chicas dando saltitos de alegría. Mery mantiene la cara de descomposición: no es capaz de disimular ni un poquito.
—¿Qué haces aquí? —balbucea.
—¡Sorpresa! —exclama él.
—¿Manu? —pregunta Coral, también boquiabierta—. ¡No sabía que habíais quedado en veros aquí, Mery!
—Porque no hemos quedado —dice ella.
—¿No me vas a dar un beso o qué? —interviene él, aparentemente ajeno al poco entusiasmo con el que lo han acogido—.
Cuando me dijiste que ibas a Madrid, pensé, la tengo que ver.
—Sí —recuerda Mery—. Me lo propusiste y te dije que no.
—Ya, pero no me acordaba de que habíamos guardado nuestras geolocalizaciones y dije: joder, si me presento allí, va a flipar el doble. —Le sonríe con sus dientes blanquísimos y se inclina para abrazarla—. ¡Levántate o algo!
Mery obedece y le da un beso a regañadientes. Acepta las flores y las acuna como si fuera un bebé. Mira a las chicas que, aún en shock, no son capaces de aguantarle la mirada más de dos segundos por pura vergüenza ajena. Permanecen en silencio pensando en que Manu está loco. En plan, ¿qué hace Mery con alguien así? ¿No ve que es ridículo? Tanto se jacta ella de poseer el don de la analítica y no es capaz de observar la realidad tal cual es. Como sea, hay algo gratificante en esa vergüenza: puede que no sean perfectas, pero al menos ahora mismo no son Mery. Y eso es algo que celebrar.
Manu le pide a Mery que le haga hueco y les da conversación a las chicas. Se interesa por cada una de ellas, no porque le importe, sino para mostrarse ante Mery como un chico encantador. ¿Acaso un manipulador es capaz de llegar a ese planteamiento tan retorcido? Por supuesto que sí. Coral se fija en que se ha cortado al afeitarse la barba, pero ni el más profundo de los cortes conseguirá levantar en ella la más mínima compasión. Todas esperan a que Mery, más callada que de costumbre, se rebele, pero ante su pasividad, se rinden y terminan por llamar al camarero para que les tome las bebidas.
Os preguntaréis cómo terminó aquella tarde y cómo fue la vuelta. ¿No sería mejor dejar a nuestras chicas vivir este momento incómodo en paz? No. Claro que no. La realidad es que reinó el silencio la mayor parte del tiempo. Manu y Mery pasearon de la mano por las calles de Madrid como si fueran una pareja que sale de un pase del musical El rey león. Las chicas apenas hablaron entre sí más que sobre asuntos triviales, incluida Amaia, que hasta se compró un jersey horrible en H&M. Toda chica sucumbe en cierta forma al capitalismo, el agotamiento no permite la alerta continua. Merendaron churros con chocolate y se sentaron en un banco a esperar que el tiempo se les echara encima.
Manu las llevó a Estación Sur en coche y se despidió de Mery con un beso con lengua. Todos los problemas entre ellas quedaron enterrados como polvo bajo la alfombra y, una vez montadas en el autobús, ninguna quiso destaparlos. Durmieron durante el trayecto y, al despertar, sintieron que todo se reiniciaba, que volvían a estar bien.»
Esto ha sido un extracto de «Algún día nos reiremos de esto», en librerías y plataformas el 8 de mayo.
G.
Qué ganas de leerlo entero, Gema!!!!! ❤️🌈
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