Acababa de cumplir 16 cuando lo conocí. Él tenía dos años más que yo y, aunque nos habíamos criado en el mismo pueblo, ya se había marchado a estudiar a Granada. Nos liamos durante unos meses en donde, gracias a su personalidad arrolladora, empecé a perfilar la clase de chicos que me atraían. Inteligentes, de izquierdas, con gustos musicales alternativos. Que no fueran como el resto de chicos. La adolescencia es una época extraña en la que te expones casi por primera vez, o al menos con cierta madurez, a la noción de Historia: guerras, terror, genocidios. Algunos se obsesionaron con la Segunda Guerra Mundial. Yo, con La Movida madrileña.
La idea que yo tenía del periodo histórico de La Transición dista mucho de la que poseo ahora, claro. Aquella explosión de júbilo, de creatividad y de libertad me erizaba la piel. Tanto, que jugaba a imaginar que este chico, que parecía sacado de otra época que no era la nuestra, y yo vivíamos en una especie de Movida. Por ejemplo, nos pasábamos canciones de Sabina a todas horas, hasta el punto de querer tatuarme un bombín fruto de un impulso rebelde. No me juzguéis, por favor. El caso es que me gustaba idealizar cada momento y, sabiendo que yo estudiaría la carrera también en Granada –que era una prolongación de lo que yo entendía por Movida–, le confesé cómo sería mi cita perfecta allí. Al poco tiempo, dejamos de vernos y me centré en mis estudios.
Este fin de semana volví a Granada para celebrar el cumpleaños sorpresa de mi amiga Elvira. Lo había organizado todo Javi, su novio absolutamente encantador al que todas amamos porque recicla y respeta a las mujeres de manera no irónica –¡y eso es tan difícil de encontrar!–. Ambos viven en un piso precioso por San Juan de Dios con una terraza llena de geranios y con vistas a la Torre de la Vela. Ella ya se olía la tostada. Incluso se había cortado el pelo, estilo Nora Ephron. Estaba guapísima. Días antes, habíamos hecho un powerpoint llamado Back to market: de ex a éxito solo hay tres letras para animar a un par de amigas que acababan de dejar su relación. En una de las diapositivas se especulaba con la posibilidad de ir a Granada el mismo finde del cumpleaños. Pasamos el powerpoint por el grupo en el que estamos todas. A veces, no somos tan inteligentes como nos pensamos.
¿Es esta la crónica de ese día? No exactamente. Veréis pronto a dónde quiero llegar. Fuimos en mi coche desde Vera. Tras un largo rato en busca de aparcamiento, decidimos rasgarnos los bolsillos y pagar un parking. Con la tontería, se había hecho la hora de comer así que votamos –lo impuse yo– subir a Plaza Larga, en el Albayzín. No importa cómo me encuentre emocionalmente, al pisar esas calles me convierto en una persona llena de luz, una de esas persona vitamina. Es broma. Pero es evidente que el contacto con la ciudad me alivia cualquier pena. ¿Es nostalgia? Supongo que al lugar donde has sido feliz tienes que volver las veces que te dé la real gana.
Bebimos cuatro –cinco– cervezas y nos tomamos un café mientras bajábamos por esa calle repleta de teterías cuyo nombre suelo olvidar. Hicimos tiempo por el centro hasta que Javi nos dio el aviso de que ya podíamos ir. Cargadas de maletas, subimos cinco pisos y le dimos la sorpresa. Ya la conocemos: detesta ser el centro de atención. Por suerte, tenemos la suficiente confianza como para sentirnos en nuestra propia casa, con nuestras propias normas, como si no hubiera sido ese un día especial para ella, como si nos limitáramos a disfrutar de la compañía y ya.
Cenamos cerca del piso junto con sus compañeros de trabajo, otros enfermeros. Habían reservado en el Bella Kurva. No dejamos de comer ni de beber en ningún momento. Al final, sacamos una tarta de queso a la que una vela musical le quitaba todo el protagonismo. Ella abrió sus regalos: ropa de escalada y el libro Se tiene que morir mucha gente. Parecía muy feliz.
Pero estaba cansada. Todos lo estábamos. Sin embargo, no podía permitir que la noche acabara ahí. No suelo ser la amiga más fiestera, lo confieso, pero me sentía como la Gema de 2019, ¡como la de 2012! Convencí a casi todos para continuar la fiesta y, un poco en piloto automático, me siguieron. Fuimos a Porrones. Allí bebimos dos porrones –valga la redundancia– que eran puro azúcar. Sonaba Duncan Dhu.
Después caminamos unos diez minutos en busca de algún pub. Propuse ir al Playmobil y aceptaron. Pagamos seis euros en la entrada. Incluía una consumición. Nos pedimos una copa cada una y nos colocamos cerca de la dj que pinchaba música indie. Algunas de amigas preferían reguetón porque escuchar música que desconoces cuando no andas muy animada solo provoca que te aplatanes. Pero ya habíamos pagado. Sonó “Yo pensaba que me había tocado Dios” de Carolina Durante y Barry B. Miré a mi alrededor y de pronto, lo vi.
Llegados a este punto pensaréis que me reencontré con aquel chico, pero no fue así. Pasó algo mejor. El puzzle fue encajando y todo cobró sentido. Vi aquel pub. Contemplé a aquella gente. Me sentí como quería sentirme en mi adolescencia: incomprendida, dramática, misteriosa. Era justo como quería estar. Quizá fue la cara larga de mis amigas, aburridas ya de mí, o quizá se debió a que la copa iba bien cargada, pero caí en la cuenta de que aquel momento lo había proyectado yo. Me vi a mí misma, recién cumplida la mayoría de edad, bailando con ese chico –me habría dado igual cualquier otro– en ese pub, en esa ciudad, con esa música. Un déjà vu ficcional. Un sueño dentro de otro sueño. ¿Acaso estaba recreando de manera inconsciente la cita que nunca llegué a tener?
A la mañana siguiente, apenas con cuatro horas de descanso en el cuerpo, bajé a comprar churros con chocolate para todas. Desayunamos en la terraza junto a unos zumos de naranja recién exprimida. Pasamos mucho tiempo en silencio y con los ojos entrecerrados a causa del sol. Una música, no sabía cuál, sonaba al fondo. Entonces la gata se acostó en la solana. Yo miré a mis amigas y pensé que sí, que aquello era una especie de cita. Aquello también era amor.
G.
Vivan las amigas!!!!!!
Que bien escrito Gema
amo 🩷✨