Entreno al algoritmo para que aparezcan escenas de Cuando Harry encontró a Sally cada cuatro Tik Toks. Propongo a mi madre ver Notting Hill varias veces a la semana hasta que me pregunta: ¿estás bien? Mis amigas y yo ya no hablamos de nuestros trabajos o de nuestra precariedad. Nuestra mesa de diálogo gira de nuevo en torno a rupturas y a deseos de volver a enamorarnos. No a cualquier precio, claro, pero soñar es gratis. En la “posibilidad de”, no hay límite. Mi conciencia lucha contra mi afán romántico, me mira desde lejos y me pregunta que por qué, en asuntos de amor, la quiero como a un gato. Generalizo situaciones amorosas que son solo mías y teorizo sobre las de mis amigas para llevarme la razón a mi terrero y que así nadie la pueda rebatir. ¿Qué razón? La idea de que seguimos necesitando el amor. Ahora bien, ¿qué amor? ¿En qué forma? Intento comprender por qué, después de todos los despertares posibles, después de todas mis emancipaciones, sigo empeñada en que se me declaren en Nochevieja con un parlamento perfectamente estructurado que alabe mi hoyuelo izquierdo, la manera en la que me crujo los dedos y mi obsesión por los anacardos. En resumen, ¿qué tienen las comedias románticas y por qué solo queremos volver a verlas?
Las rom-com son un género infravalorado. Seguro que nos vienen varios títulos a la mente, pero lo cierto es que no hay tanta comedia romántica como se nos quiere colar. Por favor, ¡si estamos explotando las escenas más alegres de Normal People por encima de nuestras posibilidades! Todas echamos de menos a Nora Ephron y tratamos de refugiarnos en ver sus películas de nuevo. Así lo veo: entre a la red social que entre, el panorama es el mismo. Contenido protofascista colocado estratégicamente en mi “para ti” que confronta con miles de personas –en su mayoría, mujeres heterosexuales y bisexuales– reivindicando escenas románticas, sabiendo que, fuera de su imaginario, encontrar un hombre con el que tener esa clase de conversaciones rápidas, irónicas y expuestas a la vulnerabilidad, supone toparse con un animal mitológico.
Me hace gracia hablar del contexto actual en términos duales, pensar de nuevo en una guerra de géneros. Volver a algo, en teoría, superado. Justo hace unas semanas, una amiga me envió este artículo de El País: La era del heteropesimismo: ¿por qué el mercado del amor parece roto para las mujeres? Entre otras ideas, se hacía alusión al crecimiento de la soltería, a la diferencia entre el nivel educativo de las mujeres y el de los hombres (mayor en ellas), y a la cantidad de información desigual que se maneja. Esto es, cuando más sabemos del asunto, más nos alejamos del mismo –ya en Deforme Semanal hablan de este «disco duro»–. Mi amiga se justificaba (¡!) a sí misma: No es que yo sea muy selectiva, es que no hay a quien elegir. Carrie Bradshaw lo recitaría tal que así: después de tantos chascos emocionales, no podía evitar preguntarme, ¿es la ficción el refugio de las chicas?
Por un instante, me percibo a mí misma como una de esas mujeres que denuesta el amor, que favorece el cinismo en detrimento de la ternura. En general, todos hemos abrazado demasiado el cinismo. Le hemos dado cobijo. Un amparo que no se merece. ¿Es una actitud reaccionaria? ¿Nos hemos cansado de la ternura? ¿O de fingir tenerla? Como le pasó a Rory Gilmore, toda niña buena acaba estallando de ira, sintiéndose cómoda en la indignación. En esta eterna discusión dialéctica que es la vida, la obsesión por la ternura acabó por llevarme a la fase “quiero ser violenta contra las violencias”. Odiaba a todos y a todo. Me crucé con ese deleite –sutil ante nuestros ojos, pero bochornoso ante los de los demás– que produce la superioridad moral. De alguna manera, me enamoré de todo sustantivo que llevara detrás el adjetivo canallita y me burlé de aquello que en mi interior se moría de ganas por salir. Estas películas «de chicas», estas series «de chicas». Por suerte, esta reacción duró poco.
No penséis que no añoro amar y ser amada porque lo hago. Me rebelo contra la idea en la misma medida que la abrazo. Es solo que siento que nada ha cambiado demasiado y que nuestros esfuerzos por analizar el amor acaban siendo en vano. Da la impresión de que estamos de nuevo en 1998, en el estreno de Sexo en Nueva York, solo que ahora se ha incorporado al catálogo de Netflix, que es el equivalente actual a un reestreno para una nueva generación. Como el OT de Amaia para la generación Z, que siempre será el “primer” OT. La reposición de SATC, por continuar con el ejemplo, ha traído debates que se repiten y se repetirán hasta la saciedad. Me horroriza el panorama: darte cuenta de que llevas años hablando a tus paredes de eco, de que aquel feminismo que has tildado de básico se descuajaringa y se va diluyendo entre máximas patriarcales que vuelven a coger fuerza.
Entonces, ¿en dónde nos posiciona esto? ¿Podemos ser fanáticas de las rom-com sin convertirnos por ello en Carmen Polo? ¿Es posible que nos guste tanto este género porque lo hemos mamado, esto es, porque se nos ha dicho desde siempre que nos tiene que gustar? ¿Es el amor el Orfidal que el sistema nos obliga a tomar?
Decido leer ensayos de mujeres mucho más inteligentes que yo para aclarar mis ideas y empiezo a entender que sí ha cambiado algo. La urgencia, la prisa, el tardocapitalismo. Dice Eva Illouz en las primeras páginas «El fin del amor» que el hecho de que tantas vidas modernas exhiban la misma incertidumbre no indica la universalidad de un inconsciente conflictuado, sino más bien una globalización de las condiciones de vida. […] El capitalismo y la cultura de la modernidad han transformado nuestra vida emocional y romántica.
Claro, qué importante es el contexto. Aquellas películas de los 80 y 90 no se escribieron bajo los mecanismos relacionales actuales. Y eso yo no lo tildaría de nostalgia rancia; lo llamaría hartazgo hacia el sistema actual. De la misma forma en que nos ponemos «Aquí no hay quien viva» cada noche como ASMR o que preferimos las series cozy: anhelamos lo conocido, anhelamos el afecto.
Podríamos explorar muchos otros temas: el amor líquido, el consumo –o no– de cuerpos, la idea tan extendida de que el acercamiento al individualismo nos «empodera», el concepto de familia, la amistad como el verdadero amor platónico (y si no, que se lo digan a Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo). Pero llegada a este punto, estoy agotada de teorizarlo todo y de tener que revisar por qué algo me da placer. Me cansa no disfrutar plenamente de los momentos hermosos que la vida me ofrece por miedo a no parecer lo suficientemente crítica con el sistema, pero lo reflexiono porque, como canta Billie Eilish, I don’t know how to feel, but I wanna try.
Ahora bien, yo me rindo a mi idea del amor. Inevitablemente porosa ante este sistema ubicuo, a veces es ingenua y aletargada, pero siempre se sustenta en la convicción de que la experiencia del amor en la ficción implica poder resucitarlo infinitas veces. Y en tiempos de carestía, esto –como diría el personaje de Barbra Streisand en El amor tiene dos caras– nos hacen sentir de puta madre.
Muakkk!
G.
“Es posible que nos guste tanto este género porque lo hemos mamado, esto es, porque se nos ha dicho desde siempre que nos tiene que gustar? ¿Es el amor el Orfidal que el sistema nos obliga a tomar?”
Una vez leí que no hay un solo problema social que no sea consecuencia del patriarcado, capitalismo o una combinación de ambos y no puedo dejar de mirar el mundo sin esos lentes.
Para el sistema es más sencillo contar historias sobre “amor perfecto” aquel que es tierno, vulnerable y simple; no porque sea fácil de producir, sino porque es fácil de convencernos que ese amor es el perfecto. El sistema tiene el poder de hacernos creer eso y muchas cosas más. Es una lástima que en ese intento por embriagarnos con historias “ideales”, que siempre vamos a preferir sobre las “reales” por el efecto de refugio que tienen en nuestro cerebro, hagan sentir tan miserables a tantas personas.
la ficción es otra forma de embriaguez