El finde pasado me compré un sujetador de algodón. Mi primer sujetador de algodón. Suena fantástico, como decir: estuve en una lencería especializada y me acorde de ti. Tenía muchas ganas de que ocurriera porque lo sentí como un avance. ¿Será abrazar el free the nipple el siguiente paso? Veréis, llevo un tiempo obsesionada con eliminar los plásticos de mi vida. Me encuentro enemistada con el poliéster y con el resto de telas sintéticas que tanto se estilan en el mundo del fast-fashion por aquello de la rentabilidad. Además, desde que me compré mi primer sujetador con once años, no ha habido vez en la que no haya salido deprimida del probador. Mucha copa y poca espalda. Esos encajes a los lados me desquiciaban más que un mal de amores; amores a los que, por otra parte, trataba de impresionar con un conjunto de ropa íntima a cinco euros la pieza. A veces, cuando quería realzar el pecho, me cruzaba los tirantes. Os juro que tenía las mismas tetas que una cortesana de la Francia prerrevolucionaria. Cuando llegaba a casa y me desnudaba, lejos de suspirar y alegrarme por tal liberación, me negaba a mirarme en el espejo porque creía tener el pecho caído. ¡Que me traigan un corsé! En fin, era un dilema sumamente individualista, pero en esas estaba.
Ahora bien. Este nuevo sujetador del que os hablo es blanco, no tiene relleno y las varillas apenas aprietan. La parte trasera no se me sube hasta la nuca. Cuando me lo probé, me di cuenta de que había estado usando una talla que no era la mía durante mis 28 años de existencia. Mejor dicho, en lugar de buscar la que más se amoldaba al pecho, me forzaba a entrar en aquellas prendas en las que, sencillamente, no cabía. Pasaba los días recolocándome el dichoso sujetador, rascándome los roces que luego se convertían en heridas y, en definitiva, odiando mi cuerpo. ¿Qué nos importa eso, Gema? ¿Es una metáfora? Si lo es, córtala ya, es una puta mierda. No, no lo es. O quizá sí. Básicamente hablo de habitar la comodidad.
Como un cálido sujetador de algodón, como un perfecto anuncio de tampones, me pregunto cuándo fue la última vez que me sentí virtualmente cómoda durante un largo periodo de tiempo. Porque está claro que esta publicación que leéis, amigxs, no se refiere –solo– a comodidad física. Mi mente vuelve inconscientemente a 2010, principio de una década en la que Internet dejó de ser –¿para siempre?– un lugar por el que pasarte de vez en cuando para propagarse por todas partes. Tenía 14 años. Iba a 3º de la ESO. ¿A qué dedicaba mis tardes? ¿Qué contenido audiovisual consumía? ¿Mantenía ya una fijación extraña hacia los westerns?
Aprovecho que cuento con una memoria prodigiosa a largo plazo para esbozar una de esas tardes sin caer en la nostalgia, germen de todos los males como los festivales de música estilo Tuenti y los remakes de películas infantiles en live action. Bien. Primero recuerdo lo que no hacía. Dejé gimnasia rítmica y atletismo porque me dolían mucho las tetas al correr. Me quité también de las clases de piano porque me aburrían. (Más tarde me arrepentiría.) Vale. Imaginemos que es un viernes cualquiera en mi 2010.
Vuelvo del instituto. Como. Me meto en mi cuarto y enciendo el ordenador de sobremesa. Probablemente esté hibernando, porque suelo dejar películas pendientes de descargar en Ares. Ya no uso MSN, solo el chat de Tuenti. En el apartado de vídeos de esa misma red social, descubro qué canciones comerciales se están llevando. Una amiga me invita a jugar a un juego donde una ranita debe cruzar al otro lado del río. Abro YouTube y veo algún vídeo de preinfluencers mostrando sus rutinas y sus sesiones de fotos. Siento envidia porque yo no sé conjuntar la ropa y tengo toda la cara llena de granos. Cierro la pestaña y abro Los Sims 2. Echo un rato hasta que me aburro. Vuelvo a Los Sims 1, los gráficos son peores, pero sí que se siente hogar. Dan las siete o las ocho de la tarde. Me pongo un capítulo de Glee –el mayor incitador de mi faceta creativa– en una página web en la que no me deja de saltar publicidad pornográfica. Con muchas dificultades, consigo ver el capítulo en el que Rachel Berry canta Run Joey Run y monta el videoclip para que parezca que Puck, Jesse y Finn están locos por ella. Una amiga viene a por mí. Sabe que si no lo hace, llegaré muy tarde o acabaré por no salir. Me ducho mientras que ella me cuenta cotilleos desde el váter. Me visto y salimos a cenar con el resto de mi grupo. Deseo volver a casa para ver otro capítulo de Glee o seguir trabajando en una relación con mi vecino virtual. Me dan las tres de la mañana leyendo preguntas del ask.fm de personas que tampoco conozco. Me duermo.
Lo cierto es que nunca llegué a personificar del todo Internet. Al contrario que las tendencias actuales, Internet era un abismo, una masa oscura y misteriosa que ir destripando, algo poco estudiado a nivel marketing donde todos andábamos perdidos.
Conste que no soy experta en Internet –para eso tenemos una de las mejores newsletter– y que toda esta publicación es fruto de impresiones corrientes.
Ya sabéis de mi obsesión con la percepción ajena. También de mi deseo de iniciar una canal de YouTube. A menudo me fustigo a mí misma diciéndome que hay asuntos mucho más importantes que estructurar otra posible versión de mí en Internet. Sin embargo, me he dado cuenta de que, quiera o no, no existo solo yo, también mi ascendente. Mi yo real y la imagen que doy de mí en redes sociales. Necesito crear un espacio donde la linealidad entre ambas se disipe, no para ganar adeptos por mi autenticidad, sino para reconocerme yo a mí misma en este lugar inevitable al que se ha extendido la vida. Porque ahora no está solamente la Gema que se relaciona con los demás como ella misma, sino la Gema creativa, como si dos personas coexistieran en mí en dos planos distintos. ¿Un perfil creador y otro relacional? ¿Es buena idea fusionarlos?
Este es el momento perfecto para comentar tus ideas respecto a lo que propongo.
Do you remember la romantización de los mails y los blog al estilo Nora Ephron?
Ahora, que seguimos habitando esta ciudad aunque hayamos cambiado de domicilio o de código postal, me surgen otro tipo de preguntas. ¿Cómo consumimos ahora? ¿Cómo nos apetece consumir? ¿Cómo puedo volver a sentirme cómoda? La realidad es que nos estamos cansando del contenido rápido. Al menos yo lo he hecho. Gema, no tienes ni idea, ¡todo lo contrario! El aceleracionismo toca cada día a nuestra puerta como un mormón. Bueno, estamos aquí para generalizar en base a mi propia experiencia, faltaría más. Estamos exhaustas de hacer scroll en vídeos de 15 segundos. De hecho, últimamente solo me quedo en TikTok en los vídeos largos porque entiendo que presenta una de estas dos alternativas: storytelling –aunque sea caótico lo perdono– o contenido estructurado y de calidad. Pensadlo un poco. Podemos dedicar muchas horas a asomarnos a la vida perfecta que –irónica e inteligentemente– Carlos Peguer se ha querido construir. También a ser espectadores de otras personas jugando a Los Sims, reaccionando a series virales o adivinando el lugar del mundo en el que están con solo una imagen de Google Maps. La relación de unas rrss/páginas web con otras resulta inquietante, como una red infinita, como el extrarradio de una ciudad industrialmente emergente. Dios, ¡hasta nos hemos emocionado! con el último vlog de Andrea Compton, sea por las reminiscencias de nuestras adolescencia o sea por que estamos sedientas de ratitos largos.
En la misma manera que ocurre con la ropa, ¿estamos volviendo a priorizar calidad antes que cantidad? La vuelta a YouTube y el auge de boletines a través de plataformas como Substack se ha convertido en un reclamo del Internet que un día fuimos. ¿Es posible reconstruir este país al estilo de los falsos históricos de Varsovia? ¿Qué ingredientes son necesarios para volver a ese Internet? ¿Puedo yo? ¿Quepo aún? ¿Nublamos la vista con el mundo que realmente queremos y que ya no existe? ¿Es esta vuelta al 2010 un espejismo en mitad de una sociedad neoliberal decadente?
Hace un par de semanas colaboré con la –encantadora y maravillosa– periodista Inés Modrón a raíz de mi lucha personal contra el “solo soy una chica”. Os recomiendo leer su reportaje completo. (En las siguientes newsletters lo mencionaré con más calma.)
Como sea, una de las intervenciones que más me llamó la atención fue la de socióloga Elisa Garcia–Mingo: “El lenguaje construye realidad”. Ella se refería a la deshumanización de las mujeres, pero yo lo asocio a la posibilidad de habitar la comodidad de un espacio virtual tranquilo, libre, seguro y, por qué no, divertido. Algo que, sin quererlo, ya estamos haciendo. Así que si alguien afirma que nos hallamos en un desierto creativo, decidle de mi parte que me busque en este oasis nuestro. Soy la del sujetador blanco.
G.
Podría haber sido más largo y lo habría leído encantada, me gusta tu escritura, pero me fascina tu posición, creo que estamos volviendo a esa era que mencionas
Siempre que te leo, se me abren muchos caminitos nuevos en la cabeza para pensar en mil cosas. Saber que el reportaje ha podido aportarte algo a ti también es un regalo <3 Muchísimas gracias por compartirlo (y por esa conversación que seguro que retomaremos jj)