NOTA: el ‘estudio’ del que hablo no necesariamente tiene que ser academicista. El saber tradicional es tan importante como cualquier enseñanza universitaria.
Hace unos años, hice una entrevista de trabajo para incorporarme a un equipo de guion. Se trataba de una serie ya empezada. Mala. Malísima. Pero yo era más pobre que las ratas y necesitaba dejar de vivir en casa de mi madre por pura lógica de la edad. Fue una videollamada por Meet. Yo me había maquillado para paliar el color de mi tez blanca y había dispuesto el fondo para que se sugiriera más intelectual. Me senté y cliqué en el enlace hasta ser aceptada. Una mujer encantadora me recibió y excusó la impuntualidad del productor. Después de que le hubiera contado mi vida en verso, entró él. Volví a repetir mi CV y destaqué mis habilidades y mis puntos fuertes. Quizá pasaron cinco o diez minutos en los que, honestamente, me convertí en la persona más maja y ocurrente, esto es, en la candidata ideal. Hablé sobre mis carreras, mi paso por la escuela de cine, mi trabajo autónomo. En fin, todas sabemos de qué va la vaina. Nadie me interrumpió –nadie sonrió–. Cuando me hube callado, el productor abrió su boca y, en el tono más paternalista posible, dijo: “pero, Gema, tú, ¿qué quieres ser de mayor?”
Habría partido la pantalla de un puñetazo. Qué coño. Le habría dicho cuatro cosas a ese hombrecillo, como que me cagaba en su puta madre, pero lo cierto es que balbuceé algunas sílabas que no recuerdo y, lejos de rebelarme, me mostré dócil. Tenía 26 años.
Pero ignoraremos por un rato la infantilización a la que suelen someternos a las mujeres. Ahora, en frío, sí sé qué le habría contestado. Quiero ser tan lista que nadie me entienda. Esta frase no es mía. La escribió Sally Rooney. No recuerdo en qué novela fue, ni siquiera si la transcribo bien. Solo me quedé con la idea.
Esta obsesión –no tanto por ser indescifrable, sino por el conocimiento en sí– me ha perseguido toda la vida. Cuando empecé bachillerato, decidí convertirme en la matrícula de honor de la promoción para que mis padres no tuvieran que pagar las tasas del primer año de universidad. Fue una especie de reto de mí para mí. Los chicos del Tecnológico me miraban con condescendencia y yo, en mis adentros, imaginaba que los aplastaba con una apisonadora. O algo así. Algunos compañeros -ellas jamás- me habían llamado niña repelente por no tratar a los profesores como basura. Es curioso cómo se hacían los antisistema al odiar al profesorado, como si fuera el enemigo, pero luego admiraban a los verdaderos cuerpos de seguridad.
Bien es cierto que este empeño por aprender no solo estaba motivado por la hipotética admiración que podía despertar en los demás, sino por un genuino interés en conocer. Veréis, y aquí sí podéis llamarme repelente, para mí una tarde de lectura –y posterior preparación del comentario de texto– era más emocionante que liarme con un pavo cualquiera –a pesar de que nunca me he tildado de puritana, al contrario, siempre he sido bien promiscua–.
Era consciente de que poseía una gran capacidad para el estudio, buena memoria, concentración y también interés. Además –he aquí el quid de la cuestión–, contaba con la ayuda incondicional de unos padres que, pese a trabajar fuera de casa, podían explicarme la lección por la noche. Si suspendía algún examen de Matemáticas, me apuntaban sin pensarlo dos veces a clases particulares. Tampoco tenía que hacerme cargo de mi hermana. Mi dedicación al estudio era exclusiva por lo que ¿dónde residía el mérito? ¿En ser madura y sacarle partido? Venga ya. ¿Quién coño me creía?
Pero me obsesioné tanto que esa meta eclipsó al resto de mi vida. Me validé a través de la cultura del esfuerzo y cuando no lograba ser la primera en algo, me deprimía. Me costó despedirme de la niña perfecta y repelente que había sido y no le di la bienvenida a la mediocre y perdida chica universitaria en la que me estaba convirtiendo.
En este punto, recomiendo encarecidamente leer “Las niñas prodigio” de Sabina Urraca. Asimismo, podéis ver esta charla:
Entonces pasó algo.
La cuarta ola del feminismo cambió de arriba abajo todas mis ideas mal preconcebidas. La conciencia de clase alivió toda culpa wannabe porque asumí que, como canta Amaia, hay cosas que nunca me van a ocurrir, por más que me esfuerce. Llevaba muchos años al pie del cañón y necesitaba parar y darle una patada en el culo a la niña prodigio que agonizaba en mí. Defendí durante meses que la clase obrera tenía derecho a llegar a su hogar después de trabajar y ver cualquier programa de televisión que le hiciera desconectar de su realidad, en lugar de leer ensayos densos o elegir una película en Filmin. No es que ahora no lo haga. Yo amo lo mainstream, así como cualquier fenómeno pop. Allá cada uno con su tiempo. La cosa es que me di cuenta de que esta actitud era profundamente paternalista. Por supuesto que una obrera puede y casi me atrevería a decir que debe culturizarse y no desconectar de su contexto. ¿Acaso no puede ser el ocio algo más que puro entretenimiento?
¿En qué quedamos, entonces? ¿Qué ha ocurrido para tanta ida y venida, Gema? Que se vienen tiempos oscuros. Eso es lo que ha pasado. Vale que durante un tiempo fuera necesario abrazar la mediocridad como protesta al neoliberalismo, por aquello de la presión y del hartazgo, pero como vuelva a escuchar un solo i’m just a girl, me tiro por la ventana. No, tiro a quien lo suelte. Me da igual que su intención sea enfadar a los hombres. Entendamos de una vez que también nosotras debemos sumergirnos –no tanto como un disfrute, esto ya es cuestión personal, sino como un ejercicio de observación– en el consumo de cultura por parte de ellos. O, mejor dicho, en lo hegemónicamente masculino. En plan, ¿de qué se ríen los hombres? ¿Sobre qué piensan?
¿Este es un llamamiento para que las chicas no nos quedemos solo en los productos hechos por y para chicas? Puede ser. No digo que los abandonemos. Sigamos reivindicándolos –yo siempre los consumiré y los escribiré– pero no perdamos de vista otros mundos. Por favor, ayer me vi un vídeo –interesantísimo– de Lethal Crysis sobre el Genocidio de Ruanda y pensé en por qué casi no hay mujeres –más allá de los límites materiales– que analicen la geopolítica y creen ese contenido. ¿Habéis escuchado alguna vez el podcast reaccionario de The Nude Project? No tengo una solución a esta brecha, pero, con respecto a los hombres, estudiémoslos y entendámoslos para que nunca, tengamos la edad que tengamos, puedan explicarnos cosas.
Ya lo dijo Esty Quesada, mientras que nosotras repetimos a nuestras paredes de eco “dilo, tata” o “eres una chica chulísima”, en TikTok, Twitter, Twitch o YouTube, nos están comiendo la tostada. “Es que estoy cansada de tener que saberlo todo y de demostrar lo lista que soy”. Créeme que no me importa. Y al fascismo, tampoco. Mirad, yo siempre he tenido un aspecto aniñado que, sumado a mi acento andaluz, no me dotaba lo que se dice de autoridad. Esa percepción de los demás sobre mí provocaba que se sintieran libres de ningunearme porque no creían que yo fuera particularmente inteligente. Como si tuviera que ser lista para ser respetada. Y, aun así, después de la pataleta y la frustración, debía demostrar quién era yo. “Es que me niego a esforzarme más”. ¡Al contrario! De hecho, probad a no hacerlo y veréis que es imposible porque son las personas de clase alta aquellas que pueden permitírselo. No compres la “cultura del esfuerzo” por lógica liberal. Lee, sé crítica y esfuérzate precisamente para, un día, no vivir bajo su yugo.
¿Quién pensáis que va a dar la batalla? ¿Creéis que el capitalismo no nos quiere en un rincón con nuestras movidas, sumisas y exhaustas? Por eso mismo, tomad vuestra pastilla para el hierro y regulaos la tiroides. Se vienen curvas y nos tienen que pillar preparadas, hasta arriba de criterio propio. Por el amor de Dios, el fascismo no es abstracto; tiene nariz y ojos bien grandes.
Ya nos hemos desahogado. Ahora, veámoslo de otra manera más liviana. Enfoquémoslo desde una perspectiva epicúrea, como si fuéramos una de esas escritoras pijas que vive al margen de la sociedad, y reconozcamos que hay placer en ponerte ropa cómoda, sentarte en el escritorio, beber café de especialidad y leer decenas de libros, revistas culturales y artículos periodísticos. Qué maravillosa forma de perder ese tiempo que casi no tenemos, ¿verdad? ;)
Uses el argumento que uses, abraza la niña prodigio que llevas dentro.
Sé repelente.
G.
Ahora más que nunca, no dejemos que nos silencien. Seamos tan listas que nadie nos entienda. Abracemos a la repelente que llevamos dentro.
Me encanta. Necesitaba este texto y ese vídeo. De hecho me ha recordado muchos momentos similares de mi vida y creo que terminaré escribiendo mi propia versión del concepto de la niña prodigio. Justo 10 minutos antes había visto un story en Instagram de una de mis mejores amigas escribiéndole una carta a su yo niña (ojito con el timing), con un tacto y un cariño que demostraban que ella también lo fue. Las expectativas altas acaban por estallarnos en la cara. Y hace unos años mi psicólogo me dijo que si no me tomaba en serio, no dejaría de ser la eterna promesa. Y es que, joder, ¿en qué momento decidimos que no vamos a mostrar X hasta que X sea perfecto? Qué necesidad. Y voy a ir cortando que al final hago el post aquí 😅😅😅