Quiero morirme, pero me pone de mala hostia pensar que me pillaría trabajando aquí. En este supermercado a pie de playa de un pueblo sureño, donde los clientes han dejado de estar explotados durante dos semanas para explotarnos a nosotros.
Estoy fija en la caja número seis, la que está entre los productos de limpieza y la comida para gatos. Atiendo a un chaval con flequillo y bañador de marca. No me mantiene la mirada. Como le escuche otra «s» más al final de las palabras me voy a cagar en Dios. Este ser –de seguro un misógino– coge la botella de zumo de naranja recién exprimido y se va, dejándome con el ticket en la mano. La máquina exprimidora lleva tanto tiempo sin limpiarse que ojalá reviente y no pueda invertir el dinero de sus padres en ninguna start-up. Rompo el ticket y lo tiro.
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